lunes, 31 de enero de 2011

por si acaso


Silenciosas, en el suelo, las baldosas se alternaban en un sencillo juego cromático de verde y blanco. Siempre habían estado ahí, inmutables habían perdurado durante años de tristeza y alegrías, como yo. La cocina había sido el escenario de mil batallas de mañanas de prisas, todos gritaban sentados a la mesa, y de tardes sin ruido, tranquilas, de días de lluvia y de noches de desvelo en las que os sentía en mis pies, descalza, mientras me hacía una tila. Siempre me había fijado. Vuestros ángulos rectos me fascinaban, y los vértices en los que el verde y el blanco parecían fundirse, me acompañasteis cada día, inertes, parecíais decorar lo gregario. Y cuando tropezaba siempre estabais ahí para parar mi caída. ¿y en quién me apoyaba para levantarme? en vosotras, y cuando tenía que dormir siempre os contaba hasta que caía sobre la mesa de madera, exhausta.

El agua silbó en la tetera y en burbujas de vapor salió a borbotones mojando la encimera. La aparté y llené la taza de agua, pero no quedaba té. Ni café. No había nada. En un crujido abrí el armario, que vacío, lleno de humedad y de botes sin nada, me devolvió la mirada.
Ya no recordaba el día en el que había decidido abandonarme a mi suerte, en que los días ya no tenían sentido. Ni si siquiera recordaba si lo había decidido, ni si estaba sola o me esperaba alguien. Me senté a la mesa con esfuerzo por no caerme, sus vetas de madera comenzaban a estar ya tan hundidas, que me clavaba las astillas en la mano…me fijé en ellas. Me fijé en mis manos arrugadas que temblaban, y pensé que tendrían miedo, sueño, o quizás frío. O dolor. Recordé que cuando tenía frío solía encendía la estufa, pero ya no sabía donde estaba. Porque estaba perdiendo la cabeza, me decían. Las manos …pobres manos mías. Y así me quedé durante horas con la mirada perdida contando las baldosas verdes, luego las blancas. Y volvía a empezar cuando perdía la cuenta. A veces me sucedía, y yo lo llamaba achaques de la edad, momentos en los que olvidaba cosillas... a veces duraban minutos, horas o a veces, días, y despertaba de un sueño sin haber dormido. Siempre igual, hasta que esa música saltaba de improvisto y me devolvía como un soplo la cordura, como un lapsus invertido que encendía algo en mi mente y mis recuerdos. Esa canción me hacía recordar.
Y entonces, poco a poco, empecé a ser consciente de que era domingo, de que ayer había llovido toda la noche y que me quedé hasta tarde fregando la cocina, que el agua se había colado por el pasillo. Que todos se habían ido, que de nuevo me habían dejado sola, a mi suerte, en esta casa que era un sinfín de recuerdos. Que mi memoria fallaba rodeada de tantos de ellos.
Durante muchos días, quizás meses, esa canción había sido lo único capaz de sacarme de esta locura mía y de devolverme la poca cordura que en esta mente quedaba. Por eso solía dejar enchufado ese viejo radiocasete que de vez en cuando se encendía solo. Para que si alguna la luz se apagaba, la música pudiera mostrarme el camino.