miércoles, 28 de septiembre de 2011

Flandes


En la Gran Plaza hay mucha gente, demasiada, hay torres, hay campanarios, hay edificios altos, tiendas, hay ajetreo. Cada día diría que bajo de mi refugio en mi colina cerca de la Madeleine y es lo primero que encuentro, una avenida atascada de autos que me lleva a esa plaza rectangular. Volver a casa son diecinueve minutos en los que camino por un puente en el que se cruzan vías de tren, de metro y de tranvía. Cuando dejo todo eso atrás cruzo la autovía por un puente. Me paro, miro los coches, sigo, vuelvo a mirar detrás, y desde aquel lugar se ven campanarios altos como el cielo, se ve humo de chimeneas cuando se hace tarde, y a veces de la niebla no se ve nada, por eso Lille parece estar en el cielo. La calle parece serpentear y subir como una culebra la colina del cementerio, las casas se alternan, alternan madera y ladrillo gastado que parece desmoronarse en barro si lo tocas. Pero luego lo tocas y es sólido como la piedra, y tiene moho, y a veces la humedad se mete en los huesos y sientes que te estas bañando en lago de agua fría. Pero subir esa cuesta ayuda, el frío ya no es tan frío, y al final, cuando llegas al café de la esquina ves una iglesia, giras a la izquierda y ves una calle roja y negra. Rojas las paredes, y negro el ladrillo oscurecido, aunque cuando hay sol el verde resalta y parece que todo se llena de hiedras que trepan por todas partes, y no hay cortinas, no hay persianas, por la noche ves la gente sentada, de pie, ves luces en cada ventana. Ves torres y campanarios a lo lejos, pero a veces la niebla no te deja ver nada.