jueves, 8 de diciembre de 2011

Si fuera agua


Reposaba sobre la colina, casi adormecida, blanquecina de cal y de arena, las calles descendían precipitadas, y en las pétreas cuestas adoquinadas, hasta el riachuelo que tus entrañas recorría, Darro de tus amores, de la tristeza que en tus calles alguna vez lloré, de la alegría que en tus cármenes una vez bailé. Entre el enjambre de casas, arremolinados los cipreses recortaban el cielo, oscurecidos de verde luto, blanquecinos en los pies que tocaban tus paredes, mis gotas encantadas en las palmas de tu taconeo incansable, recorría las curvas pétreas de tu cuerpo y llegué hasta tu interior, hasta el lugar deseado en el que me sentí al fin humana, en el que sentí que no todo estaba perdido, que el pasado y el presente se juntaban en la grandeza de tu vista y de tu mirada, fogosa y gélida, me mirabas desde el horizonte, y tras el sol unas nubes precipitadas atenuaron tu mirada, en la oscuridad desapareciste bajo la madre Sierra Nevada, tras el frío sol de invierno que te había cubierto de nieve, en la noche que te había apagado de nuevo, y que había despertado la sed de mis ríos y de mi alma.

Cuando desperté amanecía como una gota en el bosque de la Alhambra, y entre las ramas descubrí el cielo de un día soleado como muchos otros sentí evaporarme en una bruma misteriosa, y me arrastré hasta adentrarme en tus patios, me precipité entre los muros de la fortaleza. A lo lejos los chorros de agua bailaban tranquilos con las golondrinas, y entre la fina joyería de tu yeso vi poesía antigua que de tu belleza hablaba. Añoré días antiguos de calma y de reposo, y me filtré en los mármoles de tu solería y en un chorro salté de la boca de un león, para convertirme en historia, me transformé por un momento en la belleza última y sublime del agua en fuente del misterio, en manantial de la inspiración y de la sabiduría, y conocí en aquel instante el vértigo de la materia y del misterio. Y me sentí de nuevo arrastrada al triste Darro que volvería a alejarme del brillo místico que me alumbraba, que me volvía un ser mágico aunque sólo fuera agua.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Posada en un monte


Entre escarpadas montañas yace un valle húmedo donde la hierba ya no muere, y brota entre colinas la ciudad perdida, la bella fortaleza del misterio y del eterno amor, de la guerra entre lo bello y lo inmortal. La fortaleza posada en la montaña delicada y frágil como una hoja en otoño, como una perla color granate que los siglos han transportado envuelta en la magia del olor a azahar, y que ni en las guerras la pólvora osaron destruir. 
Enamorados de lo oculto los viajeros quedaron cautivos de su belleza, y en sus patios pudieron saciar su deseo y su pasión, encandilados pudieron observar la belleza máxima y sintieron el aroma supremo. Cuentan que algunos se sumergieron en las aguas de sus fuentes, y en la alberca de la inspiración brotaron de sus ideas cuentos mágicos y pinturas de seda y luz.
Escondida en un bosque, la ciudad intentó encontrarla, y la descubrió sobre la colina mientras yacía dormida, y sus ojos que son ventanas brillaban cual estrellas cuando caía la noche. Iluminada la ciudad el resplandor ascendía al cielo y la oscuridad desaparecía para que la Alhambra no volviera a apagarse nunca. Desde el mirador de San Nicolás los enamorados podrían volver a encontrarla, y prisioneros de ese amor podrían sentir el vértigo de los elementos, desde allí comprobar que ni la altura de las montañas glaciares, ni el calor estival sofocante, ni la ciudad que durante milenios se había lanzado sobre ella para conquistarla, ya ni el horizonte finito eran rival, y que su belleza siempre sería la misma y en su frágil sueño dormiría eterna esperando a los viajeros perdidos que toparan con ella.


miércoles, 28 de septiembre de 2011

Flandes


En la Gran Plaza hay mucha gente, demasiada, hay torres, hay campanarios, hay edificios altos, tiendas, hay ajetreo. Cada día diría que bajo de mi refugio en mi colina cerca de la Madeleine y es lo primero que encuentro, una avenida atascada de autos que me lleva a esa plaza rectangular. Volver a casa son diecinueve minutos en los que camino por un puente en el que se cruzan vías de tren, de metro y de tranvía. Cuando dejo todo eso atrás cruzo la autovía por un puente. Me paro, miro los coches, sigo, vuelvo a mirar detrás, y desde aquel lugar se ven campanarios altos como el cielo, se ve humo de chimeneas cuando se hace tarde, y a veces de la niebla no se ve nada, por eso Lille parece estar en el cielo. La calle parece serpentear y subir como una culebra la colina del cementerio, las casas se alternan, alternan madera y ladrillo gastado que parece desmoronarse en barro si lo tocas. Pero luego lo tocas y es sólido como la piedra, y tiene moho, y a veces la humedad se mete en los huesos y sientes que te estas bañando en lago de agua fría. Pero subir esa cuesta ayuda, el frío ya no es tan frío, y al final, cuando llegas al café de la esquina ves una iglesia, giras a la izquierda y ves una calle roja y negra. Rojas las paredes, y negro el ladrillo oscurecido, aunque cuando hay sol el verde resalta y parece que todo se llena de hiedras que trepan por todas partes, y no hay cortinas, no hay persianas, por la noche ves la gente sentada, de pie, ves luces en cada ventana. Ves torres y campanarios a lo lejos, pero a veces la niebla no te deja ver nada.

viernes, 20 de mayo de 2011

luciérnaga

Hubo un país muy lejano en el que para encontrar el amor una princesa se encadenó en una torre, y juró que hasta que el amor no se la llevara no bajaría de su alcázar, no bebería más agua que la que la lluvia el aportara y no comería otra cosa que no fuera la hierba y los frutos que brotaran a la sombra en la verdina de las rocas de la torre.

Pasó el tiempo y la princesa, que nunca había pisado el mundo real, comenzó a leer historias de caballeros y creyéndoselas esperó impaciente a que alguien acudiera pronto a rescatarla.

Le habían contado que el amor vendría solo, poco a poco, que no lo amaría la primera vez, sino con el paso lento del tiempo, y que cuando necesitara volver a verlo cada día estaría enamorada. Le habían contado que su amor tendría los cabellos dorados como el sol, los ojos brillantes como la luna, y que en la noche la alumbraría con la llama de su fuego, así que apresurada por encontrarlo la princesa pasó noches esperando en la ventana, apoyada en la piedra, observando las estrellas, contándolas, y en su inocencia creyó empezar a enamorarse de una de ellas.

Era la que más brillaba, la que siempre la iluminaba en las noches oscuras sin luna, la que cuando tenía miedo parpadeaba para que no se sintiera sola, y cada noche se quedaba contemplando su amada estrella un poco más, y tal fue su amor que el ocaso se le juntaba con el alba, y ya ni comía ni bebía, su rostro cansado de espera y de angustia se consumió, sus brazos ya no eran brazos, sino esbozos de ramas retorcidas y su boca se convirtió en un fruto paso por el tiempo. Sus ojos eran ahora el triste reflejo de su lisiada alma, perlas de ámbar pálidas, y su cuerpo un tronco arrugado.

Una noche una luciérnaga se posó en su ventana, jubilosa y delgada de no comer, la princesa logró desatarse de las cadenas, y cuando la luciérnaga emprendió vuelo se internó en las malezas del bosque. Entusiasmada la princesa se precipitó al vacío y se sumergió tras ella, guiada por el tenue punto flotante de luz se hundió en la oscuridad, y atrapó la luciérnaga. Para que no volviera a escaparse le cortó las alas, y de dolor la luciérnaga murió. La princesa supo entonces que su amor no era ese, que su estrella no era aquel bicho apagado y débil, intento encontrar un claro desde el que observar el cielo estrellado, pero las ramas formaban un tapiz de hojas opacas.

Loca por no encontrarla, inmersa en la humedad de la noche, anidó sus raíces en el suelo y en hiedra se enroscó en sí misma, como el olmo y el fresno, esperando poder ver de nuevo las estrellas.


lunes, 28 de marzo de 2011

En la tormenta de la tierra mojada

Como gotas resbalaban en mi tímpano

las notas del eco acústico de las cuerdas frías,

de tambores de instrumentos

que resuenan en la lejanía,

en el yunque un martillazo,

un estribo de algo que diluía

mi conciencia en un éxtasis de placer,

que en liquido sonido parecía

llevarme al infinito,

y en la ceruminosa oscuridad de la habitación

la voz se arrastraba por los agudos vértices del utrículo

que en el vestíbulo de mi conciencia

aguardaba un sentimiento

que afloraba.

Una lengua de órgano desconocidos,

palabras que escapan a mi entendimiento,

que son simple música,

que repiten un mensaje

que inconsciente crepito

en el pabellón de la memoria

que aguarda el silencio de una lluvia

torrencial,

de un cristal fino,

de un verde intenso,

de un olor a ozono humedecido

despierta en la tormenta de la tierra mojada,

se ralentiza,

parece un aullido de tristeza

de su voz resuena hasta el horizonte de estrellas,

de negros cielos de agujeros

donde espera el vacío

la eternidad del sonido

en todas sus formas,

sin partituras ni notas graves,

sólo agudos



silencio, un crujido, aturdido

Un sonido en la mañana que despierta en ecos de silencio, un crujido, aturdido a trompicones se deja caer en el vacío del tiempo, inaudito placer que denota la presencia de algo vivo, que fluye en el espacio, dimensiones imperceptibles que se escapan al sonido y al tacto parecen gotas de agua frías como cristales, que en hidrófilos vértices cortan la piel y rasgan los sueños de un día, ventisca la mañana y tormenta la noche, deja de clavarme estacas en el corazón, vuelve al agujero del negro olvido, esconderé tus fotos en el horrible armario que todo ignora, y guardare tus besos bajo llave en sobre cerrado, arrancaré tus cartas de mi pecho, de mis oídos tus palabras, de mi vista tus ojos que me miran, los arrancaré, y de mi memoria el sonido de tu respiración, y en medio de la oscura noche aún siento palpitar mi corazón, al mismo ritmo, inspiro igual que siempre, el silencio es el mismo, no ha cambiado, el color negro de la luz apagada exacto, el olor de mi cuarto es parecido.

lunes, 14 de marzo de 2011

Leviatán

En la humedad y el olor a sal, las nubes parecían juntarse con el mar que, tranquilo, parecía esperar. Los pies del monte empapados por el fuerte oleaje en precipicios escarpados de roca oscura, casi negra, que las gaviotas descendían hasta la superficie espumosa del agua removida, para volver a emprender el vuelo cargadas de espinas. En la playa me tumbé sobre la grava, que estaba húmeda, fría, salada y suave. Cerré los ojos y soñé que se removían las entrañas de la tierra y que en su interior algún demonio rugía en un grito, hasta que el suelo del miedo que tenía tembló, parecía un llanto de rabia, un pataleo,una rabieta, y todo ese odio en una fuerza sobrenatural pareció desatarse. De la temible batalla librada en el infierno conseguí escuchar los ecos de su fragor, la energía ascendía desde las piedras hasta la palma abierta de mis manos, la grava bailaba en un tintineo que parecía crepitar bajo las yemas de mis dedos, y en mitad del sueño desperté. El mar parecía haber desaparecido, sólo había grava y el agua que se alejaba a borbotones, como una goma que se estiraba sin fin, como cuando en la orilla miras la espuma de la marea en tus pies y sientes un vértigo que te remueve las entrañas, y crees que vas a caer. Y caí, como la premonición de algo que no quería ver, tan sólo quise dormir de nuevo y despertar cuando el Leviatán desatado se hubiera marchado. Y adormecido en la arena, en mi sueño, lo escuché aproximarse como un bramido silbante hacia la playa, y en un estruendo sentí su líquido abrazo, que me atrapó y me zarandeó como una hoja en el ojo de un huracán, para luego escupirme. Sentí el fango en mis pulmones, escuché gritos, vi la luz del fuego y el sueño se apoderó de mí de nuevo, y me dejé guiar por el rumor de la nada, por el blanco de la luz, y por el sonido del silencio.

domingo, 6 de febrero de 2011

Título sin decidir


Melisa despertó en su cama cuando la luz, que trepaba lentamente por las sábanas, alcanzó su mejilla, y el suave calor de la primavera la hizo bostezar, y poco a poco sus ojos se abrieron, dulcemente. Desde la ventana de su cuarto las vistas eran preciosas, los tejados del centro viejo de la ciudad escalaban la colina en remolinos blancos de tejas rojas. Los días eran simplemente un regalo del cielo, había terminado los exámenes, esperaba hacer una entrevista en una semana para un posible nuevo trabajo. Ahora tan solo quería disfrutar esos días, leer, escuchar música, comer bien, salir por las tardes a contemplar el atardecer desde el mirador de San Nicolás. Anoche se había acostado pronto, no había escuchado la lluvia, pero debía de haber llovido mucho, pues los rayos del sol se reflejaban en los charcos de la calle. El verde era intenso, y el azul, manchado de nubes blancas. Preparó un café y se sentó a leer el correo. Nada interesante, cartas del banco, recibos, publicidad. El teléfono sonó.

_Ya voy, ¡un momento! Gritó mientras se apresuraba a descolgarlo.

El montón de cartas cayó al suelo cuando lo rozó con su camisón, y algunas debajo del sofá. Cuando acercó el teléfono a su cabeza, su rostro parecía aun relajado, pero su ceño fue frunciéndose de incomprensión al principio, luego posó mal la taza en la mesita de noche y esta cayó en una mancha marrón sobre la alfombra. Se llevó la misma mano que sostenía el café a su boca, ahora abierta en una mueca de dolor que se ahogaba, y los ojos se le fueron empañando hasta que en su lagrimal se precipitó el llanto.

_Melisa, lo siento mucho, lo encontraron por la mañana. No han podido hacer nada. Necesitamos que reconozcas el cadáver.

lunes, 31 de enero de 2011

por si acaso


Silenciosas, en el suelo, las baldosas se alternaban en un sencillo juego cromático de verde y blanco. Siempre habían estado ahí, inmutables habían perdurado durante años de tristeza y alegrías, como yo. La cocina había sido el escenario de mil batallas de mañanas de prisas, todos gritaban sentados a la mesa, y de tardes sin ruido, tranquilas, de días de lluvia y de noches de desvelo en las que os sentía en mis pies, descalza, mientras me hacía una tila. Siempre me había fijado. Vuestros ángulos rectos me fascinaban, y los vértices en los que el verde y el blanco parecían fundirse, me acompañasteis cada día, inertes, parecíais decorar lo gregario. Y cuando tropezaba siempre estabais ahí para parar mi caída. ¿y en quién me apoyaba para levantarme? en vosotras, y cuando tenía que dormir siempre os contaba hasta que caía sobre la mesa de madera, exhausta.

El agua silbó en la tetera y en burbujas de vapor salió a borbotones mojando la encimera. La aparté y llené la taza de agua, pero no quedaba té. Ni café. No había nada. En un crujido abrí el armario, que vacío, lleno de humedad y de botes sin nada, me devolvió la mirada.
Ya no recordaba el día en el que había decidido abandonarme a mi suerte, en que los días ya no tenían sentido. Ni si siquiera recordaba si lo había decidido, ni si estaba sola o me esperaba alguien. Me senté a la mesa con esfuerzo por no caerme, sus vetas de madera comenzaban a estar ya tan hundidas, que me clavaba las astillas en la mano…me fijé en ellas. Me fijé en mis manos arrugadas que temblaban, y pensé que tendrían miedo, sueño, o quizás frío. O dolor. Recordé que cuando tenía frío solía encendía la estufa, pero ya no sabía donde estaba. Porque estaba perdiendo la cabeza, me decían. Las manos …pobres manos mías. Y así me quedé durante horas con la mirada perdida contando las baldosas verdes, luego las blancas. Y volvía a empezar cuando perdía la cuenta. A veces me sucedía, y yo lo llamaba achaques de la edad, momentos en los que olvidaba cosillas... a veces duraban minutos, horas o a veces, días, y despertaba de un sueño sin haber dormido. Siempre igual, hasta que esa música saltaba de improvisto y me devolvía como un soplo la cordura, como un lapsus invertido que encendía algo en mi mente y mis recuerdos. Esa canción me hacía recordar.
Y entonces, poco a poco, empecé a ser consciente de que era domingo, de que ayer había llovido toda la noche y que me quedé hasta tarde fregando la cocina, que el agua se había colado por el pasillo. Que todos se habían ido, que de nuevo me habían dejado sola, a mi suerte, en esta casa que era un sinfín de recuerdos. Que mi memoria fallaba rodeada de tantos de ellos.
Durante muchos días, quizás meses, esa canción había sido lo único capaz de sacarme de esta locura mía y de devolverme la poca cordura que en esta mente quedaba. Por eso solía dejar enchufado ese viejo radiocasete que de vez en cuando se encendía solo. Para que si alguna la luz se apagaba, la música pudiera mostrarme el camino.