jueves, 8 de julio de 2010

Saddler Street

Aquel día el cielo estaba nublado y hacía frío, las piedras húmedas de la calzada reflejaban con intensidad la poca luz que quedaba. No era tarde pero en Inglaterra a veces la oscuridad llegaba sin previo aviso. Al llegar a la estación el tren paró en seco, salimos del andén y caminamos hasta puerta principal. La estación estaba en lo más elevado de una planicie desde la que se veía el abrupto poso de valles y escarpadas colinas rociadas de bosques y de altos campanarios y tejados puntiagudos. Era una ciudad encantadora, pintoresca no a la manera de las ciudades del sur, sino con esa sobriedad y refinado sabor de las ciudades del norte. El castillo de piedra azarosa dominaba el horizonte ergido torpemente en la cima de la colina, bajo la que se extendían salpicadas las calles de casas de pétrea pizarra. En el mar del Norte ahoga sus opacas aguas el río, que parece enzarzarse en una terrible batalla de recovecos imposibles.

Cruzando Elvet Bridge me pareció revivir un cuento de caballeros y doncellas vestidas de H&M cargadas con bolsas e Marks&Spencer. La calle principal tenía una obertura en la pared, algo como una pequeña callejuela que ascendía angosta y llena de tuberías oxidadas. En un cartel pude leer "Waterstones", y trepando por esa calle fue como descubrí el café Vennels, un lugar donde las viejas del pueblo se acercaban a las 5 a tomar el té, donde el carrotcake parecía llevar carrot de verdad y donde las vistas al castillo volvían la estancia más acogedora.

Hoy he vuelto a recordar Durham mientras hundía en un vaso la última bolsita de té que compré en Saddler Street.

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