lunes, 11 de enero de 2010

Copo, copito, copón.


Cada mañana al despertarme subía la persiana, miraba durante un instante el panorama invernal de hojas en el suelo y árboles cada vez más desnudos, frío. Aquella mañana mientras sostenía con ambas manos un vaso de té algo inaudito sucedió. Del cielo empezó a caer ceniza helada, aunque no olía a fuego. Pero no era una ceniza normal, se trataba de algo frío que desaparecía cuando lo tocaba, dejando un rastro húmedo en su lugar, era la magia del frío y del calor. Era el frío en estado sólido, y pensé que ser un copo de nieve debía de ser algo triste, vives solo en un descenso apacible para desaparecer al rozar el asfalo. Qué vida tan aburrida, me dije. Al menos las gotas de agua sentían cierta emoción al caer veloces y estrellarse contra el suelo. Entonces pensé que la nieve era una version más glamurosa que la lluvia, su versión burguesa que envuelta en bisón blanco carecía de sentimientos, pero era tan bella, que inspiraba nuestros poemas, con su blancura parecía querer transmitirnos algo: que en el mundo no hay colores, solo
blanco.

1 comentario:

Sally dijo...

Una versión más glamurosa pero menos fresca, no crees?