viernes, 16 de julio de 2010

El día en que odié a Hans Riegel

Abrí la puerta, que me respondió con el chirrido seco de las visagras. Fui a la cocina a lavarme las manos. Cuando montaba en bus una de las cosas que más me angustiaba era agarrarme a la barra roja. No siempre, sólo a veces, cuando estaba resbaladiza, pues pensaba la cantidad de dedos, y manos que la habían tocado. No soy un sibaritas ni un tiquismiquis, pero desde el boom de la gripe porcina algunos de esos hábitos se han quedado grabados en mi subconsciente y ahora los repito de manera sistemática. Cerré el grifo y me giré. Encima del mantel a cuadros de la cocina había una barra de pan de la nueva panadería del barrio y una bolsa multicolor de ese plástico brillante con dibujos de colores chillones que te indican que el contenido lejos de ser saludable es dulce como la melaza. Me abalancé a la bolsa y miré el interior. Los colores del arcoíris aparecían representados en formas de frutas y geométricas, de osos y de aviones, que reflejaban una luz mórbida, reflejo sebáceo que olía a perfume de frutas exóticas y a frescor de colonia . Mis manos como hipnotizadas por el dulce carbohidrato se escaparon a mi control y se lanzaron al interior de la bolsa, la textura era suave, esponjosa, dulce como el algodón y resbaladiza como la miel. No podía evitar disfrutar con el sabor que al contacto inundaba paladar y los laterales de la lengua. Se pegaban en los dientes, pero eso no evitó que una tras otra fuera comiéndome todas las formas de golosina, hasta la última.

Veinte minutos y mi estómago, mis ojos, mi boca, todo mi cuerpo reaccionó al atracón de azúcares y grasas saturadas: ojos cansados, tos, boca seca de alpargata, cansancio, sopor, dolor de estómago y un sabor a náuseas que ascendía de mi esófago.

Ese fue el día en el que odié las gominolas.

jueves, 8 de julio de 2010

Saddler Street

Aquel día el cielo estaba nublado y hacía frío, las piedras húmedas de la calzada reflejaban con intensidad la poca luz que quedaba. No era tarde pero en Inglaterra a veces la oscuridad llegaba sin previo aviso. Al llegar a la estación el tren paró en seco, salimos del andén y caminamos hasta puerta principal. La estación estaba en lo más elevado de una planicie desde la que se veía el abrupto poso de valles y escarpadas colinas rociadas de bosques y de altos campanarios y tejados puntiagudos. Era una ciudad encantadora, pintoresca no a la manera de las ciudades del sur, sino con esa sobriedad y refinado sabor de las ciudades del norte. El castillo de piedra azarosa dominaba el horizonte ergido torpemente en la cima de la colina, bajo la que se extendían salpicadas las calles de casas de pétrea pizarra. En el mar del Norte ahoga sus opacas aguas el río, que parece enzarzarse en una terrible batalla de recovecos imposibles.

Cruzando Elvet Bridge me pareció revivir un cuento de caballeros y doncellas vestidas de H&M cargadas con bolsas e Marks&Spencer. La calle principal tenía una obertura en la pared, algo como una pequeña callejuela que ascendía angosta y llena de tuberías oxidadas. En un cartel pude leer "Waterstones", y trepando por esa calle fue como descubrí el café Vennels, un lugar donde las viejas del pueblo se acercaban a las 5 a tomar el té, donde el carrotcake parecía llevar carrot de verdad y donde las vistas al castillo volvían la estancia más acogedora.

Hoy he vuelto a recordar Durham mientras hundía en un vaso la última bolsita de té que compré en Saddler Street.