Abrí la puerta, que me respondió con el chirrido seco de las visagras. Fui a la cocina a lavarme las manos. Cuando montaba en bus una de las cosas que más me angustiaba era agarrarme a la barra roja. No siempre, sólo a veces, cuando estaba resbaladiza, pues pensaba la cantidad de dedos, y manos que la habían tocado. No soy un sibaritas ni un tiquismiquis, pero desde el boom de la gripe porcina algunos de esos hábitos se han quedado grabados en mi subconsciente y ahora los repito de manera sistemática. Cerré el grifo y me giré. Encima del mantel a cuadros de la cocina había una barra de pan de la nueva panadería del barrio y una bolsa multicolor de ese plástico brillante con dibujos de colores chillones que te indican que el contenido lejos de ser saludable es dulce como la melaza. Me abalancé a la bolsa y miré el interior. Los colores del arcoíris aparecían representados en formas de frutas y geométricas, de osos y de aviones, que reflejaban una luz mórbida, reflejo sebáceo que olía a perfume de frutas exóticas y a frescor de colonia . Mis manos como hipnotizadas por el dulce carbohidrato se escaparon a mi control y se lanzaron al interior de la bolsa, la textura era suave, esponjosa, dulce como el algodón y resbaladiza como la miel. No podía evitar disfrutar con el sabor que al contacto inundaba paladar y los laterales de la lengua. Se pegaban en los dientes, pero eso no evitó que una tras otra fuera comiéndome todas las formas de golosina, hasta la última.
Veinte minutos y mi estómago, mis ojos, mi boca, todo mi cuerpo reaccionó al atracón de azúcares y grasas saturadas: ojos cansados, tos, boca seca de alpargata, cansancio, sopor, dolor de estómago y un sabor a náuseas que ascendía de mi esófago.
Ese fue el día en el que odié las gominolas.