Melisa despertó en su cama cuando la luz, que trepaba lentamente por las sábanas, alcanzó su mejilla, y el suave calor de la primavera la hizo bostezar, y poco a poco sus ojos se abrieron, dulcemente. Desde la ventana de su cuarto las vistas eran preciosas, los tejados del centro viejo de la ciudad escalaban la colina en remolinos blancos de tejas rojas. Los días eran simplemente un regalo del cielo, había terminado los exámenes, esperaba hacer una entrevista en una semana para un posible nuevo trabajo. Ahora tan solo quería disfrutar esos días, leer, escuchar música, comer bien, salir por las tardes a contemplar el atardecer desde el mirador de San Nicolás. Anoche se había acostado pronto, no había escuchado la lluvia, pero debía de haber llovido mucho, pues los rayos del sol se reflejaban en los charcos de la calle. El verde era intenso, y el azul, manchado de nubes blancas. Preparó un café y se sentó a leer el correo. Nada interesante, cartas del banco, recibos, publicidad. El teléfono sonó.
_Ya voy, ¡un momento! Gritó mientras se apresuraba a descolgarlo.
El montón de cartas cayó al suelo cuando lo rozó con su camisón, y algunas debajo del sofá. Cuando acercó el teléfono a su cabeza, su rostro parecía aun relajado, pero su ceño fue frunciéndose de incomprensión al principio, luego posó mal la taza en la mesita de noche y esta cayó en una mancha marrón sobre la alfombra. Se llevó la misma mano que sostenía el café a su boca, ahora abierta en una mueca de dolor que se ahogaba, y los ojos se le fueron empañando hasta que en su lagrimal se precipitó el llanto.
_Melisa, lo siento mucho, lo encontraron por la mañana. No han podido hacer nada. Necesitamos que reconozcas el cadáver.