Hubo un país muy lejano en el que para encontrar el amor una princesa se encadenó en una torre, y juró que hasta que el amor no se la llevara no bajaría de su alcázar, no bebería más agua que la que la lluvia el aportara y no comería otra cosa que no fuera la hierba y los frutos que brotaran a la sombra en la verdina de las rocas de la torre.
Pasó el tiempo y la princesa, que nunca había pisado el mundo real, comenzó a leer historias de caballeros y creyéndoselas esperó impaciente a que alguien acudiera pronto a rescatarla.
Le habían contado que el amor vendría solo, poco a poco, que no lo amaría la primera vez, sino con el paso lento del tiempo, y que cuando necesitara volver a verlo cada día estaría enamorada. Le habían contado que su amor tendría los cabellos dorados como el sol, los ojos brillantes como la luna, y que en la noche la alumbraría con la llama de su fuego, así que apresurada por encontrarlo la princesa pasó noches esperando en la ventana, apoyada en la piedra, observando las estrellas, contándolas, y en su inocencia creyó empezar a enamorarse de una de ellas.
Era la que más brillaba, la que siempre la iluminaba en las noches oscuras sin luna, la que cuando tenía miedo parpadeaba para que no se sintiera sola, y cada noche se quedaba contemplando su amada estrella un poco más, y tal fue su amor que el ocaso se le juntaba con el alba, y ya ni comía ni bebía, su rostro cansado de espera y de angustia se consumió, sus brazos ya no eran brazos, sino esbozos de ramas retorcidas y su boca se convirtió en un fruto paso por el tiempo. Sus ojos eran ahora el triste reflejo de su lisiada alma, perlas de ámbar pálidas, y su cuerpo un tronco arrugado.
Una noche una luciérnaga se posó en su ventana, jubilosa y delgada de no comer, la princesa logró desatarse de las cadenas, y cuando la luciérnaga emprendió vuelo se internó en las malezas del bosque. Entusiasmada la princesa se precipitó al vacío y se sumergió tras ella, guiada por el tenue punto flotante de luz se hundió en la oscuridad, y atrapó la luciérnaga. Para que no volviera a escaparse le cortó las alas, y de dolor la luciérnaga murió. La princesa supo entonces que su amor no era ese, que su estrella no era aquel bicho apagado y débil, intento encontrar un claro desde el que observar el cielo estrellado, pero las ramas formaban un tapiz de hojas opacas.
Loca por no encontrarla, inmersa en la humedad de la noche, anidó sus raíces en el suelo y en hiedra se enroscó en sí misma, como el olmo y el fresno, esperando poder ver de nuevo las estrellas.